El otro día empezamos las clases. Todas las malas presentaciones se parecen, pero las buenas lo son cada una a su manera (si leyese ésto Tolstoi volvería a morirse…). En una de ellas, asistí al curioso e interesante fenómeno de cómo conseguir atrapar al público en tan sólo cinco segundos, y mantener su atención durante más de una hora y cuarto. Fue sin duda de lo más instructivo de cuanto llevamos de curso, no sólo por estas tácticas de oratoria, sino también por el contenido. Comentaba este brillante profesor mío que lo que más convence al consumidor a la hora de vender es notar la autenticidad de quien está vendiendo. Y él mismo lo puso en práctica desde el mismo momento en el que entró en clase: nos preguntó a cada uno nuestro nombre, nuestra procedencia, nuestros sueños profesionales. Una forma poco común, en cuarto de carrera, de demostrar a tus alumnos el interés que se tiene por ellos. Pero no acabó allí. «No vengo principalmente a inundaros de contenido académico, sino más bien a ayudaros en la formación como personas y como profesionales«, fueron aproximadamente sus palabras: una vez más, autenticidad y transparencia en el mensaje a transmitir.
Lo cierto es que a la salida de la clase comentamos todos los alumnos la gratísima impresión que nos había causado este profesor, no tanto por su currículum o su buen gusto al vestir, ni siquiera por su ironía o sus gracias. Era algo más. Nos había hecho sentir únicos, cada uno a nuestra manera. Lo había conseguido de la forma más sencilla: nos había pedido a cada uno que fuésemos auténticos, que sobresaliésemos con nuestras vidas, nuestros pensamientos. Y, de vuelta, nos pagó con la misma moneda: se presentó sencillo, sin florituras, sin alardear: como le veía su mujer cada mañana. En definitiva, había conseguido establecer una relación auténtica de confianza.
Al igual que el profesor había conseguido un canal privilegiado con sus alumnos, la autenticidad es la que me conecta con mi interlocutor y hace que ambos hablemos el mismo lenguaje. El objetivo es convencerle de que compre mi producto, de que vote a mi partido, de que me dé parte de su tiempo, de sus esfuerzos, de su dinero. Ese canal privilegiado es difícil de conseguir, pero existe una herramienta nueva que facilita, y mucho, la confianza y la autenticidad: Internet.
En Internet se muestra la gente tal y como es: sin engaños, sin máscaras. Me dirán que si Photoshop, que si asociales convertidos en gurús cibernéticos, que si engaños tipo «prettygirl85» como nick de un cuarentón divorciado: cierto es. Pero igual de cierto es que tan sólo refleja una parte del uso de Internet. La mayor parte tenemos correo, cuenta en Facebook, fotos en Flickr, vemos vídeos en YouTube, y Carlos Martí actualiza su Twitter de forma espectacular: es decir, buscamos difundir con la mayor transparencia posible cada uno de los acontecimientos de nuestra existencia.
Todo aquél que siga creyendo en una relación vendedor-comprador rígida y sujeta a unos roles de obligado cumplimiento está abocado al fracaso en el nuevo Mercado, pues la generación 2.0 está a la vuelta de la esquina. Esa generación no entiende de formalismos, de cuotas de mercado, de años de historia y fiabilidad: piden otra cosa, una relación de confianza, una auténtica amistad. Perdonad mi pedaleo, pero llevo toda la semana pensando en estas cosas, y quería ponerlas por escrito. Todo esto me hizo pensar en un magnífico vídeo que vi en verano, de una vida privilegiada. Es un poco largo, algo más de una hora, pero impresionante. Os recomiendo buscar un poco la vida del orador, merece la pena.